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La Evolución de la Tecnología: de un Hilito de Agua a un Torrente

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Las revoluciones industriales de los últimos tres siglos produjeron una superabundancia  de tecnología que,  a la vez,  ha mejorado mucho y complicado enormemente a la sociedad humana.

  INTRODUCCIÓN.

             Nada ha definido tan claramente el mundo moderno y producido una ruptura tan revolucionaria con el pasado,  como lo hizo la Revolución Industrial.

Comenzando en  Gran Bretaña en la segunda mitad del siglo XVIII, se difundió por Europa y América del Norte durante el siglo XIX, y ha producido un impacto en el mundo entero en el presente siglo.

En realidad, la Revolución Industrial es casi única en el correr de la historia. La única transformación comparable por su impacto sobre la vida humana fue la Revolución Agraria que comenzó alrededor del año 8.000 a.c. Como consecuencia de ella los seres humanos fueron transformándose gradualmente de cazadores y recolectores, en granjeros y pastores.

Estos cambios afectaron la organización de las sociedades y particularmente llevaron a un firme crecimiento de la población mundial que pasó de unos 20 millones en el 10.000 a.c. a unos 750 millones en 1750, el 80% de los cuales trabajaba la tierra para producir los alimentos necesarios para mantener a esa cantidad de personas.

La Revolución Industrial produjo también el crecimiento de la población, esta vez a una tasa astronómicamente rápida, la población estimada del mundo llegó a unos 1.200 millones de habitantes en 1850, duplicándose hasta los 2.500 millones hacia 1950 y llegando hoy a casi 6.000 millones en la actualidad. La gente se liberó de su dependencia de la tierra al grado que hacia 1950 el porcentaje de trabajadores rurales había caído a promedios del 50 al 60%, y en los países industrializados esta proporción era usualmente menor al 10%.

Las restantes personas encontraron sus medios de vida en la fabricación de bienes y en la prestación de servicios que la Revolución Industrial comenzó a ofrecer en gran escala. La nueva tecnología fue también aplicada a la agricultura, que se hizo más productiva y eficiente en la medida que tenía que mantener ese masivo incremento de población.

La vida urbana (o suburbana) -lo cual es la norma para la mayoría de quienes habitan en el mundo desarrollado, así como para los millones que emigran a las ciudades en los países en desarrollo- es un producto de este cambio. Todos estamos familiarizados con las grandes ciudades de varios millones de habitantes, sin embargo en la Europa de 1700 sólo había 12 ciudades que llegaran a los 100.000. Las dos grandes metrópolis, Londres y París, sólo albergaban medio millón de almas cada una.

Las Tres Revoluciones Industriales.

             La Revolución Industrial aplicó la tecnología a los problemas de producción de  tal manera como para crear un crecimiento sostenido en la producción de  bienes y servicios, tanto en su total como per cápita. El monto de riqueza creada se incrementó igualmente en el total y también por persona, haciéndose de esa manera continuo el crecimiento. El desarrollo tecnológico en un área provocó la innovación en las áreas conexas produciéndose así un efecto de bola de nieve.

Este movimiento autoinducido resultó vigorizado en el transcurso del siglo XIX por una más estricta aplicación de la investigación científica a los problemas tecnológicos.

Resulta así que los historiadores discriminan entre una Primera y una Segunda Revolución Industrial. La Primera tuvo lugar en Gran Bretaña aproximadamente de 1775 a 1830.  Incluyó el desarrollo de la energía en base al vapor de agua y su aplicación para impulsar bombas y maquinaria, la minería del carbón y del mineral de hierro, la aplicación de métodos más efectivos para el procesamiento de minerales ferrosos y la mecanización de la industria textil.

Los líderes de la Segunda Revolución Industrial fueron Alemania y, en cierto grado, los EE.UU., con el desarrollo de la industria siderúrgica, las industrias eléctrica y química y el uso del motor de combustión interna.

Algunos historiadores se refieren incluso a una Tercera Revolución Industrial en este siglo, que comprende a la Energía Nuclear, la Aviación y la automatización, que incluye a los computadores y a la totalidad de la Revolución Electrónica [véase “De los Tipos Móviles al Diluvio de Datos, “The World & I, January 1999].

La influencia de la Revolución Industrial sobre la vida social, cultural e intelectual  fue extendida y profunda. Como veremos después se reflejó en la política reaccionando con relación a ella desde el socialismo y el marxismo, al conservadorismo romántico hasta el fascismo. La Literatura y las Artes se preocuparon por su impacto sobre la Sociedad y la Dignidad Humana.

Resultó revolucionada la naturaleza de la guerra haciéndose enormemente más organizada y destructiva, como se vio en los progresos técnicos desde la Primera Guerra Mundial a la Segunda Guerra Mundial, con sus armas nucleares, químicas y biológicas.

El proceso comenzó en Gran Bretaña durante el último cuarto del siglo XVIII. Hay historiadores que en el pasado han sugerido diversas causas, generalmente favoreciendo a una de ellas con relación a las otras, pero resulta claro que cierto número de condiciones actuó simultáneamente para posibilitar la aparición de una sociedad industrial cuándo y dónde lo hizo.

Gran Bretaña poseía recursos naturales, particularmente yacimientos de carbón y de mineral de hierro, que fueron básicos para el desarrollo industrial. Al ser una isla, gozaba de un buen sistema de transporte costero y tenía una red de ríos navegables.

Estos fueron mejorados durante el curso del siglo XVIII y aumentados por la construcción de canales,  de manera que había una efectiva red de transporte que conectaba las minas con las fábricas, las fábricas con los puertos y la producción manufacturera y agrícola con los mercados urbanos.

La Disponibilidad de Capital Contribuye con las Revoluciones Industriales

         Hubo capital disponible para invertir en el mejoramiento del transporte y en la creación de nuevas fábricas y tecnología debido al notable crecimiento del comercio en el transcurso del siglo, durante el cual los mercados de ultramar desempeñaron un papel protagónico [véase “Del Mercantilismo a La Riqueza de las Naciones”, The World & I, May 1999]. La explotación agropecuaria fue también considerada como una actividad comercial haciéndose así más lucrativa, convirtiéndose en otra fuente de capital para nuevas inversiones.

Como resultado de lo expresado el ingreso nacional creció en un 150 por ciento de 1700 a 1790. Desde la fundación del Banco de Inglaterra en 1689, un siglo de comercio en crecimiento creó un sistema bancario que permitió a los empresarios un relativo fácil acceso a un capital de bajo interés.

Una agricultura de carácter crecientemente comercial fue importante también por otra razón.  La población de Gran Bretaña creció en un 40 por ciento de 1740 a 1790 y una actividad agropecuaria más eficiente alimentó las bocas adicionales.

Los cambios en la actividad agropecuaria asumieron dos formas. Una fue la agricultura “científica”, que era, más exactamente, la aplicación de tecnología práctica a la agricultura. Entre el nuevo equipo desarrollado estaba la plantadora de semillas de Jethro Tull, que permitió la plantación eficiente de semillas en hileras y con una profundidad fija, mucho más eficiente que el antiguo método de plantación al voleo.

Propietarios de establecimientos agropecuarios vieron que las cosechas rotativas evitaban la necesidad de dejar la tierra en barbecho cada tercer año. Cultivando legumbres tales como porotos y habas, o trébol, o plantando nabos y dejando a las ovejas que pastaran, la tierra podía ser cultivada continuamente.

El estiércol de animales, que pastaban hojas de nabo o trébol, devolvía nutrientes a la tierra mientras que las legumbres fijaban nuevamente el nitrógeno en la tierra que había sido despojada del mismo por los crecientes cultivos de cereales, aunque fue mediante tanteos y errores, eso llevó a la descubrimiento de la rotación de las cosechas, cuya explicación científica se tuvo posteriormente.

El otro cambio vino del movimiento de cercamiento de predios: la combinación de franjas de tierra pequeñas y dispersas en unidades más grandes y eficientes. Esto produjo un impacto claramente destructivo en al vida rural tradicional. Los relatos de pueblos abandonados se convirtieron en unos de los primeros ejemplos de críticas a efectos, que eran en verdad protocapitalistas: a la destrucción de la tradición y de los medios de vida de la gente humilde en aras de la codicia por el lucro

La verdad es más compleja. Como hemos visto tanto la población como la riqueza aumentaron en el sigo XVIII, y en tanto que los ricos pueden haber ganado una participación mayor de la nueva riqueza, los salarios reales de los trabajadores también crecieron. En realidad muchos de ellos encontraron ocupación en la diversidad de nuevas tareas producidas por las actividades de cercamiento de predios,  tales como la fabricación, justamente,  de nuevas cercas.

Y si no fuera éste el caso, la Revolución Industrial probablemente no hubiera existido, por lo menos con las características que tuvo.

La mayor población, gozando de salarios reales más elevados representó un significativo crecimiento de la demanda. Junto con los mercados de ultramar – particularmente América del Norte que en víspera de su revolución tenía una población de 2,1 millones (que representaba un tercio de la propia población de Gran Bretaña) – esto proveyó la demanda que justificó el incremento de la producción.

Por último Gran Bretaña tuvo una tradición de innovación y habilidad empresarial que encontró soluciones tecnológicas a los embotellamientos en la producción. Las sociedades científicas alentaron la investigación de la naturaleza de una manera práctica, en lugar de hacerlo de una manera abstracta.

En las áreas de la actividad empresarial en los científico y en lo tecnológico, un papel clave fue desempeñado por los Noconformistas, esas iglesias y grupos protestantes que no se adhirieron a la Iglesia de Inglaterra. La propiedad de tierras, así como las carreras en el sacerdocio y en el ejército estuvieron reservados a los Anglicanos. Lo mismo ocurrió también con los estudios en las universidades de Oxford y  Cambridge.

Los Noconformistas, siendo fundamentalmente Calvinistas en su teología, tenían una fuerte ética de trabajo y buscaban nuevas aplicaciones productivas a sus energías. Canalizaron esas aplicaciones de manera muy extendida a la investigación científica y tecnológica y a la actividad empresarial.

La Explosión Productiva en la Fabricación de Telas

Todas estas circunstancias confluyeron a fines del siglo XVIII en Gran Bretaña al producirse una mayor demanda de textiles de lana y algodón –y en cuanto al hierro en constante demanda para usos bélicos y de creciente utilización para otros propósitos también- llevó a ciertos  atascos de la producción.

El historiador de Harvard David Landes resumió los rasgos de la solución a estos problemas, una solución que llegó a conocerse como la Revolución Industrial, de la siguiente manera. Primero las máquinas reemplazaron a la habilidad humana. Segundo, las fuentes inanimadas de energía reemplazaron a la energía humana y animal, en particular, el calor fue puesto a trabajar mediante la máquina a vapor y tercero, comenzó la utilización de nuevas materias primas.

En la industria textil, el antiguo sistema de fabricación había llegado a su límite. Hasta ahora el trabajo había estado a cargo de trabajadores rurales que arrendaban las tierras y tenían a su cargo las duras tareas manuales de cardar, hilar y tejer el algodón y la lana. Lancashire y Yorkshire, en el norte de Inglaterra,  eran los centros de este sistema.

Las telas eran blanqueadas empapándolas en leche agria o tendiéndolas al sol. Comisionistas recorrían las ciudades entregando lana y algodón sin procesar y después los recogían y transportaban las telas a los puertos locales para su distribución.

Las limitaciones del sistema llevaron a algunos empresarios a comenzar a agrupar trabajadores en un lugar, creando “factorías” y generando accidentalmente otra consecuencia de la Revolución Industrial: un mayor énfasis en la administración del tiempo, la eficiencia organizativa y la disciplina laboral.

Para tomar el caso del algodón, bajo el sistema de industrias hogareñas y pequeñas industrias,  las importaciones de algodón crudo habían crecido de un millón a tres millones de libras[1] entre 1700 y 1770.  Bajo el impacto de la nueva tecnología entre 1770 y 1800, las importaciones saltaron a 47,2 millones de libras. El bastidor de hilar de Richard Arkwright apareció en 1769 y la hiladora de múltiples  husos de James Hargreaves un año después.  Entre ambas invenciones se había logrado la mecanización del hilado. La hiladora de múltiples husos era 80 veces más productiva que el hilado a mano y el bastidor de hilar varios cientos de veces.

Unos de los rasgos que hizo única a la Revolución Industrial en comparación con períodos anteriores fue la interrelación de sus adelantos tecnológicos.

Por ejemplo las mejoras de la eficiencia productiva en una etapa del proceso de  la manufactura textil eran de poco valor a menos que estuvieran acompañadas por mejoras en otras etapas también.

Otra máquina de hilar, inventada por Samuel Crompton, que había reemplazado a la hiladora de múltiples husos de Arkwright a comienzos de la década de 1800/10 porque era 200.300 veces más productiva que la hiladora de múltiples husos, estaba respaldando el trabajo de los tejedores, cuya productividad había aumentado significativamente por una lanzadera rápida inventada por John Kay en 1733, pero cuya productividad estaba lejos de poder compararse con el rendimiento de  la máquina de hilar inventada por Crompton.

Las Máquinas a Vapor y el Ácido Sulfúrico

Edmund Carwight dio la respuesta con su telar mecánico, desarrollado entre 1775 y 1778. Ya había patentado en la década anterior una serie de invenciones que llevaron la mecanización a la preparación del algodón crudo para hilar. En 1813, unos 2.400 de sus telares estaban en uso en Inglaterra.

Estos rápidos cambios durante las tres últimas décadas del siglo XVIII no fueron nada comparados con lo que siguió. En 1840 las importaciones de algodón de Gran Bretaña subieron a 550 millones de libras, un incremento de casi 12 veces con relación al siglo pasado.

Los 2.400 telares se multiplicaron hasta llegar a 100.000 en 20 años mientras que las hiladoras automáticas con 1.200 husos producían 10 veces más que su predecesora del siglo pasado y podía ser operada por una sola persona .

Ni siquiera la producción de tela de fines de siglo XVIII sin contar la posterior avalancha, podía ser terminada secándola al sol. Simplemente no había superficie terrestre suficientemente vasta para extenderla.

El ácido sulfúrico, que se iba a transformar en un producto químico clave para el desarrollo industrial, demostró ser un excelente agente blanqueador. El problema era que a comienzos del siglo XVIII, sólo podía ser producido en pequeñas cantidades porque era altamente corrosivo de los metales y había que guardarlo en forma de solución en recipientes de vidrio.

John Roebuck resolvió este problema en 1746. Él había aprendido durante sus estudios de medicina que el ácido sulfúrico no reaccionaba con el plomo. Fue así que inventó el proceso de la “cámara de plomo”, en el cual él producía el ácido en enormes cubas forradas de plomo,  en grandes cantidades y más económicamente.

El proceso fue mejorado en 1810 por Charles Tennant, uno de los muchos inventivos escoceses que contribuyeron con la Revolución Industrial al producir una solución más concentrada del ácido.

Anteriormente, en 1799, Tennant había desarrollado también un proceso para combinar el ácido sulfúrico con sal de mesa y dióxido de manganeso, pasar el producto gaseoso a través del agua y posteriormente combinar el gas con cal.  El resultado era polvo blanqueador de clorina seca, otro avance mayúsculo en la etapa de terminación de la industria textil.

 

El ácido sulfúrico era también un componente  fundamental de otros procesos. Era utilizado en la fabricación de papel y de fósforos; en la fabricación de sosa que a su vez era básica para la elaboración de jabón, vidrio y nitrato de potasio; y hacia 1840 en  la fabricación de fertilizantes con superfosfato para uso agrícola.

 

El Papel Protagónico del Carbón Mineral

 

El carbón mineral había sido utilizado como combustible durante siglos, especialmente en Gran Bretaña, Silesia, y algunas regiones de Alemania. Comenzó a incrementarse su demanda durante el siglo XVIII, al ser arrasados los bosques por la demanda de madera, tanto como material de construcción, especialmente para la construcción de navíos,  junto con el carbón de leña,  como combustible.

El carbón mineral planteaba dos grandes problemas, sin embargo. La gran demanda significaba la excavación a mayor profundidad para extraer el carbón. Los pozos profundos se inundaban con facilidad y el agua tenía que ser bombeada.

Además el carbón mineral no es un combustible satisfactorio para fundir el mineral de hierro. El sulfuro, el hierro y otras impurezas del carbón se incorporaban al hierro fundido y lo debilitaban. El carbón de leña, aunque más caro, seguía siendo un combustible mucho mejor para esa finalidad.

Las bombas necesarias para desaguar los pozos de las minas eran tradicionalmente accionadas por energía animal (caballos), o mediante el uso de turbinas hidráulicas cada vez más perfeccionadas, las más avanzadas de las cuales generaron 200 caballos de fuerza.  Llevaron también a la primera aplicación práctica importante de la energía de vapor, la nueva energía que impulsaría la primera parte de la Revolución Industrial.

En 1712, Thomas Newcomen elaboró una máquina de vapor “atmosférica”, para ser utilizada en las minas de la Región Central de Inglaterra (English Midlands). Introducía vapor en un cilindro, creando un vacío que al enfriarse bajaba el pistón y un brazo de la pesada barra de hierro a la que estaba unido. El otro brazo se levantaba,  haciendo funcionar la bomba.

El dispositivo de Newcomen era engorroso e ineficaz, pero aún así mucho más productivo que los caballos o la mayoría de las turbinas hidráulicas. En 1775, funcionaban en Inglaterra unas 400 de esas máquinas.

Uno de los rasgos distintivos de la Revolución Industrial fue que las nuevas tecnologías experimentaban continuas mejoras. Las máquinas de vapor fueron perfeccionadas, muy especialmente por  James Watt, de Glasgow, entre 1765 y 1785. Él desarrolló un cilindro que podía moverse tanto hacia arriba como hacia abajo, creando la máquina de vapor de pistones. Su accionar era convertido en un movimiento giratorio mediante una varilla y una manivela, haciendo así posible impulsar ruedas y hacer funcionar máquinas tales como las máquinas de hilar y los telares mecánicos, y por último locomotoras y barcos de vapor.

La aplicación a los barcos de vapor fue posible gracias a la existencia de calderas de alta presión que aparecieron en los 1810s y generaban mucha mayor fuerza. De 1800 a 1840, el uso de la energía de vapor en Gran Bretaña se decuplicó, hasta los 620.000 caballos de fuerza.

A medida que aumentó la demanda de hierro  –para la fabricación de máquinas y por su mayor fortaleza como material de construcción– aumentaron los esfuerzos para mejorar el proceso de fundición del mineral de hierro utilizando carbón mineral. Ya en 1709, Abraham Darby había obtenido coque a partir del carbón mineral, reduciendo así las impurezas. El hierro obtenido en base al coque era un paso adelante, pero aún no era tan bueno como el resultante de la utilización de carbón de leña.

El proceso de pudelado, inventado por Henry Cort en 1783, aumentó aún más la calidad por la separación del coque y el hierro en el horno. El hierro en estado líquido era sometido a una nueva invención, pasaba por una laminadora, que lo convertía en barras. La producción de hierro en bruto en base a coque, se incrementó de unas 50.000 toneladas a 250.000 toneladas entre 1785 y 1805, pero después saltó hasta los dos millones de toneladas en 1847.

Las laminadoras, que facilitaron la producción eficiente de mayores cantidades de hierro en forma transportable, fueron un temprano ejemplo de un rasgo indispensable del desarrollo industrial: la existencia de máquinas-herramienta, en otras palabras, máquinas que hacían otras máquinas o que por lo menos trabajaban el metal. Imprescindible para la energía de vapor, por ejemplo, fue la máquina perforadora  de precisión que apareció en los 1770s. Mediante perforaciones en los cilindros para que encajaran exactamente con el pistón,  la máquina de vapor resultó una posibilidad práctica.

 

La Revolución del Ferrocarril

 

Muchos de estos adelantos vinieron juntos en la creación de los ferrocarriles. El hierro  proveyó los rieles, los puentes, las locomotoras. El carbón mineral hizo funcionar las calderas de vapor, capaces ahora de soportar una presión de 100 libras por pulgada cuadrada. Máquinas-herramienta forjaron varillas, chapas, tornillos, y todas las intrincadas partes móviles que debían funcionar coordinadamente.

La Era del Ferrocarril se inició en los 1820s y proveyó el eslabón entre la Primera y la Segunda Revoluciones Industriales.

El transporte interno durante la Primera Revolución Industrial se cumplió fundamentalmente por los ríos y canales, que permitían el transporte de materiales en forma masiva pero lentamente. Los ferrocarriles, que van sobre o a través de las montañas y cruzan vastas extensiones de territorio, aseguraron que el mercado masivo servido por los productos de la Revolución Industrial se mantuviera en expansión.

La Segunda Revolución Industrial, en parte prosperó por desarrollos complementarios de procesos comenzados durante la Primera Revolución Industrial, y a su vez presenció la aparición de nuevas tecnologías.

La reacción de otros países europeos y de los EE.UU., ante los adelantos de Gran Bretaña fue de capital importancia. Otros países buscaron imitar y ponerse a la par con la industria británica. Alemania en particular se las ingenió no sólo para emular a Gran Bretaña sino también para ser pionera en nuevos campos tecnológicos y para ponerse a la vanguardia de ellos.

Resulta fácil olvidar cuan radicalmente diferente era la sociedad industrial con relación a lo que se hubiera visto antes. Muchas personas, tanto liberales como conservadoras, reaccionaron con horror ante la imagen de ciudades irracionalmente extendidas y sucias en las que veían como trabajadores fabriles desarraigados se hallaban encadenados al trabajo sin alma en las máquinas. Estados tales como Bavaria dictaron una legislación anti-industrial y establecieron barreras mediante elevados impuestos, para impedir la entrada de productos británicos.

El Imperio Austriaco y  Prusia, sin embargo, decidieron que el futuro estaba con la industria, y sus gobiernos desempeñaron papeles fundamentales en fomentarlas. Una manera en que lo hicieron fue orientar el desarrollo de los ferrocarriles.

Eliminaron también las barreras aduaneras dentro de sus reinos para alentar a las  empresas y  al libre comercio interno. Prusia,  por ejemplo, en 1834 extendió este beneficio a la mayoría de los estados germanos, mediante el establecimiento del Zollverein o unión aduanera, un precursor económico de la posterior unión política de Alemania.

Lo que fue más significativo, sin embargo fue que ambos gobiernos se dieron cuenta de la importancia de fomentar sistemáticamente la innovación tecnológica mediante el desarrollo de la educación científica. Se establecieron universidades en Praga en 1806 y en Viena en 1815, mientras que Prusia siguió esa senda con la facultad de Berlín en 1821.

En estas instituciones se enseñaba matemática y física pero también se enseñaba química industrial, ingeniería industrial, y la historia de la tecnología industrial. Esto estableció lo que iba a convertirse en un rasgo distintivo de la Segunda Revolución Industrial: un lazo mucho más estrecho entre la investigación científica y la innovación tecnológica.

Los frutos de este trabajo comenzaron a ser vistos en los 1850s y 1860s, particularmente en la producción de hierro y en el desarrollo de los ferrocarriles. A partir de 1870 Alemania comenzó a ponerse a la para con Gran Bretaña

El Acero, la Electricidad, los Productos Químicos y una Nueva Máquina

 

            Cuatro áreas clave marcaron a la Segunda Revolución Industrial: el acero, la energía eléctrica, la industria química y el motor de combustión interna. Alemania desempeñó un papel de liderazgo en las cuatro áreas.

La fortaleza del acero comparada con la de hierro había sido conocida durante largo tiempo. El problema era que su producción era 25 veces más costosa. El incentivo para hallar técnicas productivas más baratas aumentó a medida que las limitaciones del hierro se hicieron más claras, especialmente en el desarrollo de los ferrocarriles. Los rieles de hierro se gastaban demasiado rápidamente con las locomotoras más pesadas y su reemplazo era prohibitivamente caro.

Una  vez más, la tecnología apareció con una respuesta. El alto horno con inyección de aire caliente inventado por Henry Bessemer, reducía rápidamente el contenido de carbón en el hierro, convirtiéndolo así en acero. Por añadidura el proceso Gilchris-Thomas para la remoción de impurezas, de fósforo, y los hornos de crisol abierto de Siemens, permitieron que el acero fuera producido rápida y económicamente en grandes cantidades.

Los rieles de acero duraban 6 veces más que los de hierro, y a fines del siglo XIX, la producción de acero de Alemania, Inglaterra y Francia superaba a la de hierro. En la víspera de a Primera Guerra Mundial Alemania comenzó a liderar en este campo dedicando una gran parte de su producción de acero a la fabricación de armamentos a través de industriales como Krupp.

De la misma manera que el acero sobrepasó al hierro como el principal material de construcción, la electricidad superó al vapor en el área de la producción de energía.

La electricidad nos presenta el caso de una nueva etapa del desarrollo industrial, en la que la tecnología sigue a la ciencia. Desarrollos previos en la agricultura y la metalurgia habían surgido fundamentalmente de la experiencia práctica, con la ciencia apareciendo posteriormente para tratar de explicar lo que había sucedido.

Con la electricidad, se produjeron importantes anticipos científicos en los comienzos del siglo XIX –el invento de Volta de la batería química en 1800, el descubrimiento por parte de Oersted del electromagnetismo en 1820 y la demostración de Faraday de la inducción electromagnética en 1831,  entre ellos–  abrieron el camino para la aplicación práctica de la energía eléctrica.

Una vez más Alemania tomó la delantera.  En 1870, Z.T. Gramme produjo el primer generador eléctrico comercialmente factible, la dinamo de anillos.

La electricidad proveyó una fuente de energía que era más limpia, silenciosa, más flexible y más eficiente que el vapor. Podía transmitir energía a distancia. Plantas generadoras de energía eléctrica y  redes de distribución fueron creadas para llevar luz a los hogares, oficinas, fábricas y a las calles de la ciudad. Los tranvías eléctricos hicieron posible un eficiente sistema de transporte público urbano, llevando a la gente de sus casas a todos esos nuevos empleos que la industria estaba creando.

Para 1914, las exportaciones alemanas de equipos eléctricos, habían aumentado a 2.5 veces en nivel de las exportaciones británicas.

La industria química, en la que para su desarrollo era esencial la investigación científica, era otra área dominada por los alemanes. Seis  de los primeros 10 premios Nobel otorgados en este campo correspondieron a químicos alemanes.

Los estímulos para el desarrollo provinieron una vez más de la industria textil. Los tejidos eran tradicionalmente teñidos con productos vegetales tales como la rubia (rojo carmesí) y el índigo (azul de añil) que se hicieron sumamente caros cuando la demanda subió. Los productos vegetales fueron gradualmente remplazados por tinturas sintéticas derivadas del alquitrán del carbón mineral, a un tercio del costo.

Las principales industrias químicas alemanas, BASF y Hoechst, aún hoy gozan de una provechosa existencia, mantenían grandes unidades de investigación, y para 1914 sus químicos habían sintetizado más de 1.000 nuevas tinturas.

 

Los Estados Unidos compiten para superar a Alemania

 

El carbón mineral se convirtió ahora no solo en una fuente de energía sino en la base de una variedad de productos conexos que adicionalmente a las tinturas sintéticas, incluyó fibras sintéticas y los primeros plásticos.

 

Cuando la Primera Guerra Mundial,  el área más importante de desarrollo estaba en los explosivos. Después de todo, Alfred Nobel, el fundador de los premios, hizo su fortuna con la invención de la dinamita.

 

Los productos derivados del petróleo fueron pronto agregados a los productos derivados del carbón mineral y se hicieron crecientemente importantes para la continuidad del desarrollo industrial. La gasolina alimentó al motor de combustión interna, cuyo pionero fue Nicolas Otto, en Alemania en 1876 y perfeccionado en 1880s por Gottfried Daimler y Karl Benz.

 

El motor de gasolina hizo posible al automóvil, la tercera revolución en el transporte de la era industrial, después de los canales y los ferrocarriles. Posteriormente vino el avión, que podría ser considerado como una cuarta revolución del transporte.

 

Los efectos del automóvil fueron sentidos especialmente durante el siglo XX, cuando comenzaron a tener un alcance aún más amplio que el de los ferrocarriles. El impacto del automóvil se extendió más allá del transporte de mercaderías, a los hábitos laborales a través de los viajes hacia y desde el empleo, hasta llegar a las familias numerosas facilitadas por una mayor movilidad social, extendiéndose incluso a los hábitos de citas y cortejo, y a las relaciones de los jóvenes con sus hogares y sus progenitores.

 

Los vehículos con motor afectaron la conducción de la guerra. El Ejército Rojo, por ejemplo no podría haber derrotado a la Wehrmacht alemana en la Segunda Guerra Mundial, si no hubiera dispuesto de los 300.000 camiones Ford que recibieron de los EE.UU..

 

En realidad, los EE.UU. estaban produciendo 500.000 automóviles en 1913, más de cinco veces de las producciones sumadas de Inglaterra, Francia y Alemania.

 

Los EE.UU. contribuyeron con varias invenciones significativas a la Segunda Revolución Industrial: el teléfono de Alexander Graham Bell, la lamparilla eléctrica de Thomas Edison, la máquina de coser, la máquina de escribir, el avión de los hermanos Wright, la pistola Maxim.

 

Pero de igual importancia fue lo que hizo posible esa enorme producción automovilística: líneas de montaje y máquinas-herramienta de precisión, especialmente la máquina fresadora universal, el torno de torrecilla y la máquina esmeriladora, con éstas máquinas, que permitieron la producción de repuestos intercambiables.

 

El impulso hacia la producción de repuestos normalizados se había originado por los requisitos del Ejército de los EE.UU., cuyo Arsenal de Springfield, Massachusetts, desarrolló tanto la máquina fresadora como el torno de torresilla.  En la época de la Guerra Civil, los militares podían producir armas normalizadas con repuestos intercambiables, de manera que un arma averiada podía ser reparada en el propio campo de batalla.

 

El Arsenal estimuló el interés de los civiles en sus métodos, que se aplicaron después de la guerra a al producción de automóviles, máquinas de escribir, máquinas de coser, maquinaria agrícola y similares. La maquinaria fue de esta manera utilizada para producir otras máquinas para el uso y conveniencia del nuevo mercado masivo, todo un nuevo estadio completo de la Revolución Industrial.

 

Las Consecuencias de la Revolución.

 

            La Revolución una vez comenzada, generó su propio impulso interno cuyos efectos consiguientes aún se están desarrollando.

Como una gran piedra arrojada en un charco, la industrialización ha producido grandes olas que se extienden por doquier, mucho más allá de los métodos de fabricación. La industrialización transformó la manera como la gente trabajaba y como la gente vivía, y las discusiones con relación a sus virtudes y vicios fue la obsesión del pensamiento del siglo pasado y continua hoy día.

La ideología del siglo XIX y de comienzos de siglo XX giró en torno a las interpretaciones de los efectos sociales de la Revolución Industrial.

El pensamiento Socialista y Marxista se concentró en el nuevo proletariado urbano, viendo a esta nueva clase como una fuerza para el cambio social radical.

El llamado del fascismo y del nacional socialismo fue en gran medida para aquellos que estaban en las clases medias, que sentían que se estaban perdiendo en el vértigo del cambio social que el desarrollo industrial precipitó.

La política fue transformada por el crecimiento del sindicalismo y la aparición de partidos de lo trabajadores -no todos los cuales tenían ideologías revolucionarias- que generaron presión para y movimiento hacia,  la democracia de masas.

Los abusos de la disciplina fabril y preocupación relativa a la pobreza, la enfermedad y el crimen en los barrios pobres urbanos impulsó al gobierno a intervenir en la reforma social. El gobierno británico por ejemplo, comenzó una serie de encuestas sociales en los 1840s conocidos como los Libros Azules, que junto con los movimientos de reforma social produjeron leyes en un número creciente de áreas, tal como en las condiciones laborales en las fábricas.

Este proceso, junto con el desarrollo de la democracia de masas dio gradual nacimiento al Estado Benefactor.

Por añadidura,  la cultura y las artes reaccionaron ante las condiciones de la sociedad industrial. Escritores tales como Dickens, Balzac y Zola describieron la vida en las nuevas ciudades, haciendo de la novela del siglo XIX el instrumento por excelencia para explorar las consecuencias humanas de la industrialización. Aún un escritor más filosófico como Dostoyevsky trató de las luchas morales que las irracionalidades de la industrialización habían engendrado en las mentes de los hombres.

Por otro lado también hubo una tendencia en el arte para reaccionar contra la embrutecedora fealdad de esas “oscuras, satánicas fábricas” buscando escapar a un pasado pre-industrial idealizado, ejemplificado en pintura por el movimiento pre-Rafaelita en Gran Bretaña.

Como ya lo hemos observado, la guerra y el desarrollo tecnológico han estado estrechamente entrelazados. Los militares con frecuencias sirvieron como un estímulo al desarrollo; y el desarrollo hizo a la guerra misma infinitamente más destructiva.

En la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, peleada con todo el poderío industrial desarrollado durante el siglo XIX, invenciones relativamente nuevas como el aeroplano, el teléfono y la radio fueron rápidamente mejorados para responder a las necesidades militres.

 

Domando al Potro de la Tecnología.

La Artillería había sido un estímulo al desarrollo tecnológico desde el Renacimiento. El deseo de forjar un cañón mejor había estimulado tempranos avances de la Metalurgia. La Balística, la ciencia que permite determinar la trayectoria que seguirá un proyectil, era importante para los artilleros, y ya en 1638 Galileo escribió una descripción matemática de la trayectoria parabólica de un objeto.

La tendencia continuó durante el siglo XX. Bajo el auspicio del ministerio de Defensa de los EE.UU. en el campo de pruebas Aberdeen, en Merilan, John von Neumann desarrolló uno de los primeros computadores para graficar todas las variables que afectaban la trayectoria de un proyectil.

El poder destructivo de la artillería, las armas automáticas, el gas venenoso y los barcos de guerra utilizados en la Primera Guerra Mundial representaron un geométrico incremento con relación a las armas usadas en las guerras anteriores. La destructividad solo creció a medida que transcurrió el siglo, con una proporción siempre creciente de víctimas civiles.

Más siniestro todavía, los nazis en la Segunda Guerra Mundial aplicaron técnicas de la sociedad industrial al control y organización sociales, y un producto de la nueva química –el gas Zyklon B—al proyecto de exterminación de toda una raza.  El fruto maldito del industrialismo se convirtió en la identificación y detención de judíos, los transportes en ferrocarril y los campos de concentración.

Hoy en día la ciencia y la tecnología han hecho increíbles progresos. Vivimos en una era electrónica cuyas tecnologías son mucho más limpias que todo lo antes conocido. La difusión de la automatización  ha liberado a muchas personas de la esclavitud de la línea de montaje donde se esperaba que ellas desempeñaran el papel de máquinas con acciones repetitivas y automáticas.  Sin embargo, una cantidad de problemas significativos debe a un ser resuelta antes que se pueda decir que la humanidad ha surgido mejorada como consecuencia del proceso industrial.

¿Podemos controlar el máximo poder destructivo de las armas nucleares, para no mencionar las amenazas de la guerra química y biológica, o nuestras invenciones nos destruirán?

¿Puede la Tierra resistir el ataque de los productos de desecho de la tecnología bombeados a la atmósfera, al agua y al suelo?

¿Podemos lograr otro salto tecnológico hacia delante para no depender más de minerales no renovables y de los depósitos de hidrocarburos para obtener energía y materiales?

¿Pueden las mercaderías tecnológicas distribuirse de manera tal que toda la humanidad se beneficie?.   La creciente brecha entre las sociedades ricas y pobres y entre los ricos y los pobres dentro de cada sociedad, es una receta infalible para crear resentimientos destructivos que están destinados a encontrar las más violentas formas políticas –como ya lo están haciendo, por ejemplo, los programas del Islam fundamentalista– si no son resueltos.

Las respuestas que demos a estas preguntas determinarán la calidad de vida de toda la Humanidad en el nuevo milenio.

 Lecturas Complementarias

 

q  Eric Dorn Brose, Tecnology and Science in the Industrializing Nations, 1500-1914 (Tecnología y Ciencia en las Naciones en Proceso de Industrialización 1500-1914)  Humanities Press, Highlands, New Jersey, 1998.

q  David Landes, The Unbound Prometheus: Technological Change and Industrial Development in Western Europe From 1750 to the Present  (El Prometeo Desencadenado: el Cambio Tecnológico y el Desarrollo Industrial en Europa Occidental desde 1750 hasta el presente),  Cambridge Univesity Press, London and New York, 1969.

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[1] Una libra equivale a 0.45359 kilogramos.


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